Una vocera del Estado no está para saldar cuentas, sino para rendirlas. El escrutinio al poder es un pilar de la democracia, no una amenaza. Defenderlo no es odio: es convicción democrática.
En Ecuador, la designación de Carolina Jaramillo como vocera de la Presidencia ha desatado un debate que va mucho más allá de las formas. El centro de la discusión no es si la vocera cae bien o mal, ni si responde con ingenio o con rabia. Lo verdaderamente relevante —y preocupante— es que, desde una posición institucional, se justifique el uso de insultos y descalificaciones contra ciudadanos y periodistas, amparándose en enemistades personales.
“No odio a los periodistas, me caes mal vos”, escribió Jaramillo desde su cuenta verificada, en respuesta a Martín Pallares, un periodista con detractores y defensores, como todo actor crítico en una democracia. A él lo llamó “pendejo”, no como una usuaria cualquiera de redes sociales sino como vocera del Estado.
Esa respuesta no puede ser trivializada. Porque un funcionario público no habla a título personal, aunque lo intente. No representa sus simpatías ni sus enemistades: representa al Estado. Y desde esa posición, cada palabra tiene peso institucional. Cada palabra importa.
Muchos de quienes aplauden esa actitud no lo hacen por simpatía al gobierno, sino por su propia animadversión hacia ciertos periodistas. No cuestionan el poder: celebran que el poder insulte a quienes ellos también detestan. Ese no es pensamiento crítico. Es sesgo. Y ese sesgo, cuando justifica el agravio según quién lo recibe, termina pareciéndose demasiado a lo que dice combatir.
Un funcionario público está —y debe estar— bajo escrutinio. Cuestionarlo, incluso por su pasado, no equivale a difamarlo ni a atacarlo. Es parte del control democrático. Las preguntas incómodas, las opiniones adversas, los antecedentes puestos en debate: todo eso es legítimo en una república.
Una vocera de gobierno no puede convertir su cargo en una trinchera personal. No puede responder con visceralidad ni tratar de saldar viejas cuentas desde el micrófono institucional. Quien representa al Estado no puede reaccionar con arrebatos, sino con la sobriedad que exige su investidura.
En este contexto, es especialmente revelador que Jaramillo haya sustentado su tesis de maestría en Ciencias Sociales con mención en Comunicación, en la FLACSO, desde una perspectiva foucaultiana sobre los medios y los periodistas. En el pensamiento de Michel Foucault, el poder no se impone solo desde las jerarquías, sino que circula a través del lenguaje, las normas y las instituciones que producen lo que una sociedad acepta como verdad.
En esa línea, Jaramillo sostiene que los medios —especialmente los privados— son estructuras disciplinarias destinadas a moldear a los periodistas para que sean “útiles y dóciles”. En su análisis, las redacciones funcionan como panópticos: espacios de vigilancia y control donde los trabajadores interiorizan las reglas del medio hasta hacerlas propias. El “buen periodista” sería entonces un sujeto domesticado, útil a los intereses empresariales y políticos de sus empleadores.
Vista así, la vocera no ve en los medios privados un contrapeso democrático, sino una maquinaria ideológica que moldea conciencias y limita el pensamiento crítico. ¿Cuál es el riesgo? Que una lectura como esa, trasladada desde la teoría académica al ejercicio del poder público, se transforme en una peligrosa justificación para deslegitimar el trabajo periodístico y concentrar la verdad en el discurso oficial. Cuando el Estado asume que solo su versión es válida, la democracia se vuelve disciplinaria.
Algunos han defendido a Jaramillo argumentando que, antes de la rueda de prensa del 2 de junio, los periodistas Martín Pallares y Roberto Aguilar —en su programa de opinión “Politizados”— criticaron duramente su perfil y su trayectoria, anticipando una vuelta a la propaganda oficialista. Luego de esa emisión, la vocera publicó el ya conocido tuit dirigido a Pallares. Al día siguiente, en el programa del 3 de junio, los periodistas calificaron su actuación como “torpe”, “sin elegancia”, “carente de recursos verbales”, entre otros adjetivos.
En una época en que debatimos los límites de la violencia simbólica y la importancia del lenguaje, es válido preguntarse si algunos de esos términos —cuando se dirigen a una mujer en un cargo público— no reproducen sesgos de género. Esa discusión es necesaria, especialmente desde una mirada feminista del respeto. Pero también lo es recordar que los estándares no son los mismos. La crítica a un periodista, aunque incómoda o dura, está protegida por la libertad de expresión. El Estado, en cambio, tiene un umbral de tolerancia mayor. Así lo ha dicho la Corte Interamericana de Derechos Humanos: quien detenta poder debe tolerar más crítica, no menos.
El respeto en el disenso no es una gentileza: es una condición básica del sistema democrático. Porque cuando el poder insulta, no responde: evade. Evade rendir cuentas. Evade asumir la crítica. Evade la democracia.
Cuestionar al poder —incluso rebuscando su pasado— no es odio ni persecución. Es periodismo. Es ciudadanía. Es una exigencia mínima de la república.
Sí, claro que hay mala prensa y periodistas poco rigurosos. Y sí, también merecemos ser cuestionados. Nadie está por encima del debate ni del escrutinio. Pero usar esas fallas para justificar que una funcionaria del Estado —que representa a todos y es pagada con los impuestos que incluso nosotros, como ciudadanos, tributamos— insulte a quien le incomoda, no solo es impropio: es peligroso. No es lo mismo opinar desde un micrófono que hablar desde una vocería oficial. Desde el poder, las palabras tienen consecuencias democráticas.
Sin preguntas incómodas, sin cuestionamientos, sin periodismo —el riguroso, el incómodo, incluso el imperfecto—, la democracia pierde su sentido y se convierte en propaganda.
Publicado originalmente en PLAN V: https://planv.com.ec/ideas/cuando-el-poder-insulta-no-responde-evade/